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Valor diagnóstico y pronóstico de la tomografía craneal en el trauma craneoencefálico leve a moderado: utilidad, limitaciones y guías actuales

Valor diagnóstico y pronóstico de la tomografía craneal en el trauma craneoencefálico leve a moderado: utilidad, limitaciones y guías actuales

Autor principal: Michael Andrés Rosales Chaves

Vol. XX; nº 11; 641

Diagnostic and prognostic value of cranial tomography in mild to moderate head trauma: usefulness, limitations, and current guidelines

Fecha de recepción: 9 de mayo de 2025
Fecha de aceptación: 9 de junio de 2025

Incluido en Revista Electrónica de PortalesMedicos.com, Volumen XX. Número 11 – Primera quincena de Junio de 2025 – Página inicial: Vol. XX; nº 11; 641

Autores:

Michael Andrés Rosales Chaves, Médico general de consulta externa, Hospital Fernando Escalante Pradilla, Caja Costarricense del Seguro Social (CCSS), San José, Costa Rica.
Álvaro Esteban Fernández Fernández, Médico general de área de salud, Área de Salud de Pérez Zeledón, Caja Costarricense del Seguro Social (CCSS), Cajón, Pérez Zeledón, San José, Costa Rica.
Kattia Ivannia Mora Nuñez, Médico general de consulta externa y emergencias, Hospital Fernando Escalante Pradilla, Caja Costarricense del Seguro Social (CCSS), San José, Costa Rica.

Resumen

El traumatismo craneoencefálico (TCE) es una de las principales causas de consulta médica y mortalidad, siendo el aumento de la presión intracraneal la causa principal de muerte. La tomografía computarizada (TAC) es la técnica de referencia para su evaluación, pero su uso excesivo en TCE leve a moderado plantea riesgos relacionados con la radiación. Este artículo tiene como objetivo analizar el uso de la TAC en TCE leve, explorar alternativas como la resonancia magnética (RM) y los algoritmos de riesgo, como PECARN, que buscan reducir la exposición innecesaria a radiación, especialmente en pediatría. La metodología incluye revisión de estudios y protocolos clínicos. Los resultados muestran que la TAC, aunque útil para lesiones graves, no siempre está justificada en TCE leve. Se destaca el potencial de la RM y los algoritmos para reducir la sobreutilización de la TAC y mejorar la toma de decisiones clínicas, optimizando el manejo del TCE.

Palabras clave

TCE, tomografía craneal, limitaciones, guías clínicas, pronóstico neurológico.

Abstract

Traumatic brain injury (TBI) is a leading cause of medical consultation and mortality, with increased intracranial pressure being the leading cause of death. Computed tomography (CT) is the gold standard for its evaluation, but its overuse in mild-moderate TBI poses radiation-related risks. This article aims to analyze the use of CT in TBI, explore alternatives such as magnetic resonance imaging (MRI), and risk algorithms, such as PECARN, that seek to reduce unnecessary radiation exposure, especially in pediatrics. The methodology includes a review of clinical studies and protocols. The results show that CT, although useful for severe injuries, is not always justified at the TBI level. The article highlights the potential of MRI and algorithms to reduce CT overuse.

Keywords

HT, cranial tomography, limitations, clinical guidelines, neurological prognosis.

Introducción

El traumatismo craneoencefálico (TCE) es una de las principales causas de consulta médica en urgencias, representando una condición que abarca una amplia gama de lesiones, desde aquellas provocadas por accidentes, traumas intencionales con objetos contusos hasta los siniestros de tránsito (1). Esta patología se ha consolidado como una de las principales causas de mortalidad y discapacidad en la población mundial, siendo responsable de una elevada carga tanto para los sistemas de salud como para las personas afectadas y sus familias. De acuerdo con diversos estudios, la principal causa de muerte en pacientes con TCE es el aumento de la presión intracraneal, que puede desencadenar complicaciones severas, como el daño cerebral irreversible (2).

En este contexto, la tomografía computarizada (TAC) es actualmente la herramienta de referencia para el diagnóstico de estas lesiones. Su capacidad para ofrecer un gran aporte anatómico y patológico ha permitido que la TAC sea fundamental en la valoración de las estructuras intracraneales y en la identificación de lesiones graves que puedan comprometer la vida del paciente. A través de este examen, es posible observar detalles anatómicos precisos del cráneo y el cerebro, facilitando la detección de hemorragias, fracturas y otros tipos de lesiones intracraneales (3).

Sin embargo, el uso indiscriminado de la tomografía computarizada, especialmente en traumatismos craneales leves a moderadas ha generado un debate sobre sus beneficios y riesgos. Si bien la TAC es indispensable para la detección de lesiones en casos severos, su aplicación en pacientes con TCE leve ha sido objeto de discusión debido al riesgo que representa la exposición a la radiación ionizante. Diversas investigaciones han señalado que, en muchas ocasiones, estos estudios no aportan información clínica relevante y pueden resultar innecesarios, lo que lleva a la sobreutilización de esta herramienta diagnóstica y, en consecuencia, a un aumento de los costos sanitarios y riesgos de salud (4).

El propósito de este artículo es analizar el uso de la tomografía computarizada en la evaluación del traumatismo craneoencefálico leve, considerando sus ventajas, limitaciones y los riesgos asociados con su uso excesivo. Se hará un enfoque crítico sobre las alternativas diagnósticas y los algoritmos de estratificación de riesgo como el PECARN, que buscan reducir la exposición innecesaria a radiación, particularmente en pacientes pediátricos, y optimizar el proceso de toma de decisiones clínicas. De igual manera, se discutirá la incorporación de tecnologías avanzadas, como la resonancia magnética y la tomografía por emisión de positrones (SPECT), que podrían ofrecer soluciones más precisas y menos invasivas para la evaluación de lesiones cerebrales.

Este análisis busca proporcionar una visión integral del manejo del TCE, promoviendo una reflexión sobre el equilibrio entre la necesidad diagnóstica y los riesgos asociados al uso de técnicas de imagen, con el objetivo de mejorar la calidad de atención al paciente, minimizando los efectos adversos derivados de la exposición a radiación innecesaria.

Material y Métodos

En la presente investigación se adopta una metodología basada en la revisión bibliográfica, la cual consiste en la recopilación y análisis de literatura científica relevante, obtenida a través de motores de búsqueda de acceso libre especializados en el ámbito médico. El enfoque se centra en el estudio del valor diagnóstico y pronóstico de la tomografía craneal en casos de trauma craneoencefálico leve a moderado, abarcando publicaciones realizadas entre los años 2015 y 2025, y considerando la pertinencia y calidad de los aportes científicos en esta área específica.

Para sustentar el análisis, se seleccionaron 15 artículos científicos relacionados directamente con la temática, permitiendo así respaldar los hallazgos que se presentan en esta investigación. La información fue tratada mediante un proceso de análisis sistemático, organizándola de manera lógica para facilitar su comprensión. Como criterios de inclusión, se estableció la consideración de literatura en idiomas inglés y español, correspondiente a estudios observacionales, investigaciones publicadas y otros trabajos vinculados al diagnóstico abordado.

Resultados

Trauma craneoencefálico

El trauma craneoencefálico (TCE) constituye una de las principales causas de morbimortalidad a nivel mundial, afectando predominantemente a la población joven y económicamente activa. Se define como una lesión directa de las estructuras craneales, encefálicas o meníngeas (3), producto de un mecanismo externo que genera una transferencia brusca de energía hacia el cráneo (6). Esta energía puede producir daños de diversa magnitud en el contenido intracraneal, afectando la integridad funcional y estructural del sistema nervioso central (5,7).

El TCE puede provocar una lesión primaria, que se presenta en el momento del impacto y que depende directamente de factores como la fuerza, dirección y naturaleza del traumatismo. A esta le sigue una lesión secundaria, derivada de los procesos fisiopatológicos desencadenados tras el impacto inicial, entre ellos, la cascada inflamatoria, el edema cerebral, la hipoxia, la isquemia, y el aumento de la presión intracraneal (8). Estas lesiones secundarias son de particular interés clínico, ya que no solo empeoran el pronóstico, sino que, a menudo, son prevenibles o mitigables mediante una atención médica oportuna y adecuada.

En términos epidemiológicos, se estima que cerca de 1.2 millones de personas fallecen anualmente a consecuencia de un TCE en todo el mundo, mientras que entre 20 a 50 millones sufren lesiones no fatales que pueden dejar secuelas permanentes (9). Este tipo de trauma representa la principal causa de muerte en la infancia, particularmente en el grupo de edad de 1 a 14 años (10), y continúa siendo la causa más importante de mortalidad y discapacidad entre personas menores de 45 años, con una incidencia reportada de entre 100 a 300 casos por cada 100,000 habitantes al año (7).

Diversos estudios han evidenciado que el TCE afecta con mayor frecuencia al sexo masculino, con una media de edad en los afectados de aproximadamente 31 años. En un estudio representativo, se determinó que el 64% de los pacientes con TCE eran hombres entre los 18 y 45 años. En cuanto a la gravedad, el 75% de los casos fueron catalogados como TCE leve, el 14% como moderado y el 11% como severo. Las principales causas identificadas fueron los accidentes de tránsito (47%), seguidos por accidentes laborales (17%), agresiones físicas (21%) y accidentes domiciliarios (15%) (11). En cuanto a las lesiones intracraneales más comunes, se reportó una prevalencia de hematomas epidurales (30%), subdurales (25%), intraparenquimatosos (18%) y subaracnoideos (6%). También se identificaron fracturas craneales lineales en un 63% de los casos y fracturas con hundimiento en un 10% (11).

En los países de ingresos bajos y medios, el uso creciente de motocicletas como medio informal de transporte ha exacerbado la incidencia de TCE. Los accidentes de motocicleta representan una proporción significativa de estos traumatismos, debido a la exposición directa del cráneo a impactos biomecánicos de alta energía, muchas veces sin el uso adecuado de dispositivos de protección como el casco. Esta tendencia ha sido confirmada por estudios regionales que reflejan la correlación entre el uso masivo de vehículos de dos ruedas y el aumento de las lesiones encefálicas traumáticas (8).

Uno de los aspectos fisiopatológicos más críticos en el TCE es el incremento de la presión intracraneal (PIC), el cual se ha asociado de manera consistente con un pronóstico desfavorable. El aumento de la PIC puede llevar a una disminución del flujo sanguíneo cerebral, herniación cerebral y muerte si no se trata de manera efectiva. Por esta razón, el monitoreo continuo de la PIC representa un pilar en el manejo del paciente neurocrítico. Tradicionalmente, este monitoreo se realiza mediante métodos invasivos, los cuales, aunque efectivos, conllevan riesgos no despreciables como hemorragias o infecciones, con una incidencia de complicaciones que varía entre el 1% y el 7% (2). Esto ha incentivado la investigación y desarrollo de tecnologías no invasivas para la estimación de la PIC, que puedan ofrecer mayor seguridad sin comprometer la precisión diagnóstica (8).

Desde un enfoque clínico, el TCE se clasifica como cualquier lesión estructural o funcional del cráneo y/o su contenido que resulta de un intercambio brusco de energía mecánica. Para su diagnóstico, se consideran varios criterios, tales como alteraciones del estado de conciencia, amnesia postraumática, cambios neurológicos o neurofisiológicos, así como evidencia por imagen de fracturas craneales o lesiones intracraneales atribuibles al traumatismo. La inclusión de estas variables permite una aproximación más precisa para la toma de decisiones clínicas (2).

En el contexto iberoamericano, la incidencia del TCE oscila entre 200 y 400 por cada 100,000 habitantes por año, siendo más frecuente en el sexo masculino con una relación estimada de 2:1 a 3:1. Este patrón afecta principalmente a individuos jóvenes en edad laboral, generando un impacto significativo no solo en la salud pública, sino también en la economía. Se ha reportado una mortalidad cercana al 30% en centros especializados en trauma (2). Asimismo, es importante señalar que los TCE en personas adultas mayores son también comunes, especialmente como consecuencia de caídas accidentales, que representan una causa frecuente de consulta en los servicios de urgencias (12).

En definitiva, el TCE constituye una emergencia médica que requiere de un abordaje diagnóstico y terapéutico rápido y eficaz. Un diagnóstico oportuno, especialmente en los servicios de urgencia, es crucial para mejorar el pronóstico, disminuir la morbilidad y evitar desenlaces fatales o discapacidades permanentes. Por ello, se considera prioritario en la atención médica establecer protocolos claros para la evaluación inmediata del paciente con TCE (7).

Etiología

La clasificación más comúnmente utilizada es la Escala de Coma de Glasgow (ECG), la cual evalúa el nivel de conciencia a través de la respuesta ocular, verbal y motora del paciente. De acuerdo con esta escala, se considera que un paciente tiene un TCE leve cuando obtiene una puntuación entre 13 y 15, moderado entre 9 y 12, y grave cuando la puntuación es igual o inferior a 8 (7).

Sin embargo, esta categorización, aunque útil y ampliamente difundida, presenta ciertos matices clínicos relevantes. Por ejemplo, existe una tendencia creciente a reconsiderar la clasificación del puntaje de 13 dentro del rango de TCE leve, ya que múltiples estudios han evidenciado que una parte considerable de pacientes con dicho puntaje pueden presentar alteraciones significativas en la tomografía computarizada (TC) del sistema nervioso central (SNC), lo que indicaría un riesgo más cercano al TCE moderado que al leve (3,7). Esta observación ha sido respaldada por evidencia clínica que sugiere que el puntaje 13 puede reflejar un mayor riesgo de lesión intracraneal que lo que tradicionalmente se ha considerado.

La utilidad de la ECG como herramienta inicial de estratificación se ve, además, limitada por su naturaleza cualitativa y subjetiva, lo que puede llevar a subestimaciones o sobrestimaciones del grado de afectación. De hecho, se ha documentado que un porcentaje no despreciable de pacientes inicialmente clasificados como TCE leve o moderado presentan deterioro neurológico posterior, lo cual obliga a una reevaluación de su gravedad e incluso a intervenciones propias del manejo de TCE grave (8). Esto pone en entredicho la sensibilidad de la ECG como instrumento único de clasificación inicial, especialmente en los contextos clínicos donde se requiere una detección precoz de pacientes con riesgo de evolución desfavorable.

Por otra parte, existen otras escalas que intentan ofrecer una clasificación complementaria o alternativa. La escala de Rimel, por ejemplo, también divide el TCE en leve, moderado y grave. Su valor reside en su utilidad práctica y en su correlación con la severidad y el pronóstico clínico (14). No obstante, al igual que con la ECG, su naturaleza arbitraria en la definición de límites entre las categorías impide garantizar una diferenciación precisa en cuanto a la evolución clínica del paciente, lo que exige una valoración diagnóstica más integral.

El TCE leve, por su parte, no suele presentar alteraciones del estado de alerta ni signos focales neurológicos (5), y cuando se manifiestan síntomas, estos aparecen de forma inmediata tras el traumatismo. A pesar de ello, no debe subestimarse su impacto clínico, ya que incluso en ausencia de signos neurológicos evidentes, un porcentaje significativo de estos pacientes puede desarrollar complicaciones graves o potencialmente mortales, lo cual resalta la importancia de una vigilancia activa y una adecuada selección de estudios complementarios (6). Cabe destacar que el TCE leve representa entre el 70% y el 90% de todos los traumatismos craneoencefálicos, lo que lo convierte en una entidad de gran interés en términos de salud pública y uso de recursos en los servicios de urgencias (1).

Factores de riesgo

En primera instancia, es importante destacar que no existe una definición universal del TCE, y específicamente del TCE leve, lo cual genera una heterogeneidad terminológica que dificulta la estandarización de su abordaje diagnóstico y terapéutico. Diversos autores han subrayado esta carencia como un obstáculo para la elaboración de guías clínicas homogéneas (4).

Desde el punto de vista fisiopatológico, el TCE se desarrolla en dos fases claramente diferenciadas. La primera fase, o lesión primaria, es consecuencia del impacto directo e incluye fenómenos como fracturas craneales, contusiones, hemorragias subaracnoideas o puntiformes, y lesiones penetrantes del tejido nervioso. Esta fase produce, además, lesión axonal difusa, especialmente en la sustancia blanca cerebral y el tronco encefálico, lo cual puede comprometer de forma irreversible funciones neurológicas críticas. La segunda fase es secundaria, y deriva de mecanismos como el edema cerebral, la hipoxia tisular y las hemorragias posteriores, procesos que intensifican el daño neuronal al alterar la hemodinamia intracraneal y la homeostasis iónica, generando isquemia e hipoxia cerebral (2).

En cuanto a la clasificación etiológica, el TCE puede organizarse según diferentes criterios. Uno de ellos es el mecanismo de lesión, que distingue entre trauma abierto (con penetración de la duramadre, común en heridas por proyectiles o esquirlas) y trauma cerrado, que es mucho más frecuente y ocurre sin perforación meníngea, siendo los accidentes de tránsito su principal causa, seguidos por caídas y golpes con objetos contundentes. Esta diferenciación es crucial, ya que el TCE abierto conlleva una mortalidad considerablemente mayor (88%) en comparación con el cerrado (32%) (2).

Otro sistema de clasificación se basa en la severidad del trauma, utilizando la ya mencionada Escala de Coma de Glasgow (GCS). Según datos clínicos, aproximadamente el 80% de los TCE son de carácter leve, mientras que el 20% restante corresponde a traumatismos moderados o graves (2).

A pesar de su aparente levedad clínica, el TCE leve puede encubrir lesiones intracraneales significativas, por lo que diversas guías clínicas indican que se realice una tomografía computarizada (TC) cuando están presentes factores de riesgo específicos, que elevan la probabilidad de detectar patología intracraneal (7). Estos factores, identificados en estudios y consensos médicos, incluyen:

Déficit neurológico focal.
Coagulopatías o uso de anticoagulantes/antiagregantes, especialmente si no es monoterapia con ácido acetilsalicílico sin otros signos clínicos asociados.
Edad avanzada (mayores de 65 años).
Consumo de alcohol o drogas (intoxicación).
Presencia de vómitos, cefalea intensa o convulsiones postraumáticas.
Pérdida de memoria a corto plazo o amnesia del evento.
Evidencia de lesión externa en cabeza o cuello.
Antecedentes de trauma craneal o intervención neuroquirúrgica.
Mecanismos lesionales de alta energía, como caídas desde alturas superiores a la del paciente, accidentes con vuelco vehicular, atropellos o expulsión de ocupantes en accidentes de tránsito. (6)

Asimismo, se ha demostrado que la combinación de edad avanzada y tratamiento anticoagulante oral (ACO) es un factor de especial riesgo, relacionado con mayor incidencia de hemorragia intracraneal (HiC) y mortalidad, aunque la evidencia clínica es heterogénea en cuanto a magnitud y manejo (12). Algunas recomendaciones sugieren que todos los pacientes anticoagulados con TCE leve y TC inicial normal sean observados durante al menos 24 horas, con vigilancia estricta del nivel de consciencia y realización de una segunda TC antes del alta hospitalaria (7).

No obstante, en ausencia de estos factores de riesgo, la probabilidad de una lesión intracraneal clínicamente significativa es muy baja, por lo que no se justifica una intervención quirúrgica urgente ni una evaluación extendida en la mayoría de estos pacientes (1).

En conjunto se evidencia que la evaluación del TCE leve no puede basarse únicamente en escalas clínicas como la GCS, sino que debe considerar un conjunto más amplio de variables individuales y del mecanismo del trauma, para evitar tanto la subestimación del riesgo neurológico como el uso innecesario de recursos diagnósticos y hospitalarios.

Limitaciones

En cuanto a las limitaciones en el abordaje del trauma craneoencefálico resaltan los desafíos clínicos, diagnósticos y pronósticos que enfrentan los profesionales de la salud al momento de atender esta patología, especialmente en su forma grave, que, aunque representa solo el 10% de los casos, es responsable de la mayor proporción de muertes, discapacidades permanentes y costos asociados a la atención sanitaria (2).

Entre las principales complicaciones que se presentan en el TCE grave se encuentra la hipertensión intracraneal (HIC), que constituye la principal causa de fallecimiento en estos pacientes. La HIC compromete el flujo sanguíneo cerebral, favoreciendo la isquemia, la herniación cerebral y el deterioro neurológico progresivo, lo que exige una intervención temprana y monitoreo continuo.

En términos de diagnóstico, la tomografía computarizada (TC) se establece como la herramienta de imagen de referencia para la identificación de lesiones intracraneales agudas, como hematomas, hemorragias, contusiones y edema cerebral. No obstante, la exposición a altas dosis de radiación representa un factor limitante, especialmente en casos de TCE leve, donde la mayoría de las veces no se identifican alteraciones significativas. Por esta razón, se insiste en que la solicitud de una TC esté debidamente justificada, y que se utilicen técnicas que minimicen la dosis de radiación sin comprometer la calidad diagnóstica (9).

En los casos leves, si bien los efectos inmediatos pueden aparecer en las primeras horas tras el trauma, los síntomas máximos pueden demorar desde horas hasta incluso meses en manifestarse, lo que complica su seguimiento y tratamiento. Las alteraciones cognitivas y funcionales, como problemas en el tiempo de reacción, la atención, la memoria y el procesamiento de información, son comunes, aunque en muchas ocasiones no se correlacionan con hallazgos estructurales en la TC. Esto supone una limitación diagnóstica, ya que el paciente puede experimentar secuelas sin que existan imágenes visibles que las respalden (6).

Por otro lado, las lesiones estructurales como las contusiones cerebrales, el hematoma subdural y el edema cerebral difuso son hallazgos que sí se correlacionan con mal pronóstico clínico. De acuerdo con la evidencia clínica, todos los fallecimientos en pacientes menores de 35 años por TCE suelen deberse a causas extraneurológicas (como lesiones torácicas o abdominales), mientras que, en personas mayores, las causas neurológicas son las más frecuentes. Esto sugiere una interacción entre la edad del paciente, el tipo de lesiones sufridas y su capacidad de recuperación funcional (14).

Otra limitación relevante es la necesidad de realizar TC de control, incluso en pacientes con buen estado clínico. La aparición de nuevas lesiones en la imagen de seguimiento es un indicador de mal pronóstico, lo que hace que se recomiende la repetición del estudio en las primeras 48 horas, especialmente en pacientes con TCE moderado, independientemente de la necesidad de tratamiento quirúrgico. Asimismo, se sugiere el ingreso en una unidad de cuidados intensivos (UCI) durante al menos 24 horas, para asegurar un monitoreo adecuado que permita detectar deterioros neurológicos tempranos.

Utilidad del diagnóstico y guías actuales

Como se ha venido analizando levemente, se reconoce que en la actualidad la tomografía computarizada (TC) craneal se ha consolidado como la herramienta diagnóstica de referencia, particularmente útil para identificar lesiones intracraneales que requieren intervención quirúrgica inmediata en pacientes con TCE moderado o grave. No obstante, su uso indiscriminado en casos leves aún genera controversia (6).

En lo que respecta al TCE leve (definido por una puntuación de 13 a 15 en la Escala de Coma de Glasgow), no existe un consenso uniforme respecto a la necesidad de realizar TC en todos los casos, dado que la prevalencia de anomalías intracraneales en este grupo es baja y el riesgo de mortalidad es excepcional. Pese a ello, estudios demuestran que la tomografía axial computarizada craneal (TACC) presenta una alta sensibilidad diagnóstica (95.4%), pero baja especificidad (48.9%), lo que implica un número considerable de estudios que resultan negativos, con exposición innecesaria a radiación (5,8).

Para enfrentar esta limitación, se han propuesto estrategias complementarias como la evaluación de biomarcadores plasmáticos, especialmente la Proteína Ácida Fibrilar Glial (GFAP) y la Ubiquitina C-terminal Hidrolasa L1 (UCH-L1). Estos marcadores se han mostrado útiles en pacientes adultos con TCE leve dentro de las primeras 12 horas posteriores al evento, permitiendo predecir con mayor precisión la necesidad de realizar TC y, por tanto, contribuyendo a reducir su uso innecesario (6).

La TACC es el estándar de oro en TCE porque proporciona una gran seguridad diagnóstica y revela una visión precisa de las estructuras cerebrales (5). Sin embargo, existen ciertos criterios para realizar tomografía de cráneo según la guía de práctica clínica: (9)

Pérdida de la consciencia con duración de más de cinco minutos (presenciada).
Amnesia anterógrada o retrógrada que dure más de cinco minutos.
Letargia.
Tres o más episodios de vómito.
Sospecha de clínica de lesión no accidental.
Convulsiones postraumáticas sin antecedentes de epilepsia.
Escala de coma de Glasgow menor de 15 para menores de un año y menor de 14 para los demás pacientes.
Sospecha de lesión en cráneo abierta o deprimida (fontanela tensa).
Cualquier signo de fractura en la base del cráneo (hemotímpano, «ojos de mapache», fuga de líquido cefalorraquídeo por nariz u oídos, signo de Battle).
Déficit neurológico focal.
Si es menor de un año, presencia de hematoma, edema o laceración de más de 5 cm en la cabeza.
Mecanismo peligroso de daño.
Coagulopatía.

En cuanto al pronóstico neurológico, se ha observado que pacientes con puntuaciones de 11 y 12 en la escala de Glasgow tienen una mejor evolución clínica en comparación con quienes presentan puntuaciones de 9 o 10, lo cual refuerza la importancia de una evaluación neurológica rigurosa y continua (14).

En el ámbito de las recomendaciones internacionales, las Guías Italianas, respaldadas por la European Federation of Neurological Societies (EFNS), son ampliamente utilizadas. Estas guías clasifican a los pacientes por grupos de riesgo, pero presentan limitaciones al no definir indicadores clínicos en la fase asintomática de hipertensión intracraneal, ni establecer dosis terapéuticas óptimas. Tampoco aclaran el manejo de pacientes anticoagulados con INR supraterapéutico, especialmente si están asintomáticos y sin hallazgos radiológicos. No contemplan además indicadores como la presión intracraneal monitorizada (CCP), lo que evidencia la necesidad de enfoques más integradores y multidisciplinarios (12).

Desde el enfoque pediátrico, las guías de práctica clínica actualizadas en 2017 reconocen al TCE como el trauma más frecuente en la infancia, representando el 6% de los accidentes infantiles (10). Un estudio realizado en 2013 evidenció que los lactantes con TCE leve tienen una baja prevalencia de lesiones intracraneales (LIC), incluso en presencia de fractura craneal. Por ello, se actualizó el protocolo institucional, reemplazando el uso rutinario de radiografías craneales por la observación clínica hospitalaria y la realización de TC solo en caso de empeoramiento clínico, alineándose con las tendencias internacionales que desaconsejan la radiografía como herramienta de primera línea (13).

Tomografía craneal

Se ha hablado ya anteriormente sobre este estándar para analizar el TCE, sin embargo, es clave identificar a fondo sus características, ventajas y desventajas.

La tomografía craneal, también conocida como tomografía computarizada (TC) del cráneo, se ha consolidado como una de las herramientas diagnósticas más importantes y utilizadas en la evaluación del traumatismo craneoencefálico (TCE), debido a su alta sensibilidad para detectar lesiones intracraneales agudas. Aunque ya se ha abordado su papel como «estándar de oro» en el diagnóstico del TCE, es esencial comprender en profundidad sus características técnicas, beneficios clínicos, así como sus limitaciones y riesgos.

Desde el punto de vista técnico, la TC es una modalidad de imagen que utiliza rayos X y se basa en la atenuación diferencial de estos al atravesar distintas estructuras anatómicas. Esto permite generar imágenes detalladas del cerebro y estructuras circundantes, permitiendo la detección de fracturas, hemorragias, edemas, contusiones y otras alteraciones intracraneales (3). Esta tecnología revolucionó la medicina en la década de 1970, marcando un antes y un después en la capacidad de diagnosticar lesiones no visibles mediante radiografías simples. En sus inicios, su uso estaba restringido debido al alto costo y baja disponibilidad, pero hoy es un estudio ampliamente accesible en la mayoría de servicios de urgencias (1).

Entre sus ventajas principales, la tomografía computarizada supera a otras técnicas como los rayos X simples gracias a su capacidad para generar imágenes en múltiples planos y utilizar herramientas de postprocesamiento como la reconstrucción multiplanar (MPR), el volumen rendering y las proyecciones de máxima intensidad (MIP). Estas técnicas permiten obtener una visualización más precisa y tridimensional de las lesiones, lo que resulta clave en el contexto del TCE (3).

No obstante, este recurso diagnóstico también conlleva riesgos importantes, sobre todo relacionados con la exposición a la radiación ionizante. Según estimaciones de la Organización Mundial de la Salud, la exposición acumulada a dosis de 10 mSv, común en estudios como la TC, puede incrementar el riesgo de desarrollar cáncer, especialmente en mujeres y personas jóvenes, lo que ha motivado un replanteamiento sobre el uso excesivo de esta herramienta (9). En EE. UU., solo en el año 2000, se realizaron más de 62 millones de tomografías, lo que evidencia un uso muchas veces indiscriminado, incluso en traumatismos leves donde la indicación es debatida (10).

Desde el punto de vista clínico, la TC permite clasificar las lesiones traumáticas en función de sus características anatómicas, clínicas y pronósticas. Se han identificado nueve patrones patológicos en el TCE moderado, los cuales están asociados a distintos comportamientos de la presión intracraneal (PIC) y pronósticos. Los hematomas extraxiales puros tienden a tener un buen pronóstico, mientras que la lesión axonal difusa con edema cerebral y las contusiones múltiples bilaterales están vinculadas a una evolución clínica más desfavorable. Es en estos casos donde la TC se convierte en una herramienta de alto valor predictivo, especialmente cuando se combina con escalas como la de Rimel y, parcialmente, la Escala de Glasgow, que, si bien se correlaciona con la gravedad en TCE severo, resulta menos predictiva en casos moderados (14).

La demografía de los pacientes también influye en el manejo clínico y uso de la TC. En particular, se ha observado un incremento en la atención del TCE en personas mayores de 65 años, debido a factores como el aumento de la esperanza de vida y mejoras en la atención prehospitalaria. Este grupo representa un reto, dado que pueden presentar síntomas atípicos o lesiones subyacentes más severas con traumatismos aparentemente leves (4).

Frente a estos retos algunos centros hospitalarios han comenzado a implementar protocolos actualizados que reemplaza las radiografías craneales rutinarias en menores de 2 años por una observación clínica estrecha y uso selectivo de la TC solo en caso de deterioro clínico (13). Esta medida ha permitido disminuir la exposición innecesaria a radiación en la infancia, una población particularmente vulnerable a los efectos adversos a largo plazo.

Abordaje y tratamiento

A medida que aumenta la sensibilidad por detectar tempranamente lesiones intracraneales agudas (LIA), también se ha incrementado de forma notable la solicitud de tomografías computarizadas (TC), muchas veces sin una indicación clara o basada en criterios clínicos objetivos. Esta situación ha dado pie a un uso indiscriminado del recurso, con implicaciones directas sobre la salud pública, el bienestar del paciente y los costos sanitarios.

Uno de los factores que ha contribuido a esta tendencia es la falta de herramientas neurocognitivas inmediatas y accesibles que permitan valorar con precisión el estado del paciente tras un TCE leve. Dado que la mayoría de estas lesiones no cursan con signos neurológicos evidentes, y que algunos síntomas pueden ser inespecíficos o retrasados, los profesionales de salud suelen optar por la TC como medio para «descartar» patologías graves (6). Sin embargo, esto ha generado una escalada en el número de estudios solicitados, muchos de ellos en pacientes con un riesgo clínico bajo, lo que se traduce en una sobreexposición innecesaria a radiación y un aumento en la detección de lesiones mínimas, que no ameritan intervención ni seguimiento específico (4).

En este contexto, es importante destacar que no todo paciente con TCE leve debe someterse a una TC craneal. De hecho, la recomendación general es reservar este estudio para aquellos casos que presenten factores de riesgo específicos, como alteraciones del nivel de conciencia, signos neurológicos focales, vómitos persistentes, convulsiones postraumáticas, edad avanzada, uso de anticoagulantes, o mecanismos de trauma de alta energía (15). Ignorar estos criterios puede llevar a un uso inapropiado de la imagenología, aumentando los riesgos sin obtener beneficios clínicos reales.

En la población pediátrica y en menores de 22 años, la situación adquiere una dimensión aún más sensible. La exposición a radiaciones ionizantes por medio de la TC implica un riesgo estadísticamente significativo de desarrollar malignidades a largo plazo, debido a la elevada tasa de replicación celular y la mayor expectativa de vida, que amplifica el tiempo de latencia para manifestaciones oncológicas. Las cifras oscilan entre 1 en 5000 hasta 1 en 100 estudios como riesgo atribuible a la exposición, lo que refuerza la necesidad de limitar estos procedimientos a casos estrictamente necesarios (10).

Frente a este panorama, algunas estrategias de manejo clínico han cobrado fuerza. Una de ellas es la observación clínica en sala de emergencias, especialmente en pacientes pediátricos o adultos jóvenes sin signos neurológicos ni factores de riesgo evidentes. La vigilancia médica activa durante un periodo de 4 a 6 horas permite identificar cualquier signo de deterioro que justifique posteriormente la realización de una TC, disminuyendo así el número de estudios innecesarios (5). Además, este tipo de manejo debe ir acompañado de una comunicación clara y empática con la familia del paciente, explicando los riesgos y beneficios de cada decisión, y asegurando una participación informada en el proceso terapéutico.

El uso racional de la tomografía en el TCE leve no solo promueve una medicina más segura y eficiente, sino que también representa un compromiso ético con la salud pública, al evitar exposiciones innecesarias y reducir el gasto sanitario derivado de prácticas diagnósticas de escaso valor. El reto actual consiste en fortalecer la capacidad clínica del personal médico, consolidar protocolos basados en la evidencia y reforzar la educación sanitaria tanto en pacientes como en profesionales.

Opciones actuales

Uso de neuroimagen avanzada (Resonancia Magnética)

La Resonancia Magnética (RM) representa una herramienta altamente sensible, especialmente útil en la detección de lesiones por cizallamiento o axonales, las cuales son típicamente subdiagnosticadas por la TC. Estudios han demostrado que la RM puede ser entre un 25% y un 30% más sensible que la TC para identificar este tipo de lesiones, lo que la convierte en una alternativa importante en casos donde persisten síntomas como cefalea, alteraciones cognitivas o trastornos afectivos a largo plazo (15).

Por otra parte, modalidades más especializadas como la resonancia magnética funcional y la tomografía por emisión de positrones (SPECT) han ganado relevancia para evaluar las consecuencias funcionales del trauma leve. Estas técnicas permiten observar alteraciones en la actividad cerebral, incluso en ausencia de daño estructural visible en estudios convencionales. Por ejemplo, en deportistas de alto impacto, como jugadores de fútbol americano, se ha identificado un aumento de activación en áreas motoras, parietales y cerebelosas tras una conmoción cerebral, lo que refleja una reorganización funcional del cerebro en la fase postraumática inmediata (15). Estas técnicas no son de uso rutinario, pero ofrecen un valor significativo en el seguimiento de pacientes con quejas persistentes de origen neurológico o psiquiátrico, más allá del año post lesión.

Algoritmos PECARN

En el ámbito pediátrico, la introducción de algoritmos como PECARN (Pediatric Emergency Care Applied Research Network) ha significado un avance crucial para reducir la exposición a radiación en niños con TCE leve. Desarrollado en 2009, este sistema de predicción clínica se basa en estudios multicéntricos y evidencia estadística que ha demostrado su eficacia en la identificación de pacientes con riesgo clínico muy bajo de lesión cerebral significativa, evitando así la realización innecesaria de TAC craneal (10).

El algoritmo de PECARN clasifica a los pacientes pediátricos en tres categorías de riesgo:

Riesgo bajo: Pacientes que no presentan ninguna de las variables de riesgo consideradas. La probabilidad de lesión cerebral en estos casos es menor al 0.02% en menores de 2 años y menor al 0.05% en mayores de 2 años. En estos casos, no se justifica la realización de TAC, lo cual contribuye a proteger al paciente pediátrico de radiación innecesaria.

Riesgo intermedio: Incluye a pacientes que presentan signos como hematomas en regiones específicas del cráneo, pérdida de conciencia breve, mecanismo de trauma severo o comportamiento alterado percibido por los cuidadores. Con un riesgo estimado de lesión cerebral del 0.8%, la decisión de realizar una TAC puede basarse en la observación clínica, experiencia médica, y la preferencia de los padres, particularmente en niños menores de 3 meses donde la evaluación clínica puede ser menos precisa.

Riesgo alto: Este grupo, con un riesgo de lesión cerebral de aproximadamente 4.4%, incluye a niños con alteraciones evidentes como un ECG de 14 puntos, estado mental anormal o fractura craneal palpable. En estos casos, la realización de una TAC está claramente indicada para descartar lesiones potencialmente graves y guiar el tratamiento de manera oportuna.

De esta forma, tanto el uso de neuroimagen avanzada como la aplicación de algoritmos clínicos como PECARN representan estrategias modernas y centradas en el paciente para un manejo más racional y seguro del TCE, reduciendo riesgos y optimizando recursos. Estas herramientas permiten un equilibrio entre la detección precoz de complicaciones y la minimización del daño potencial por procedimientos innecesarios, y deben ser aplicadas con criterio clínico, conocimiento actualizado y sensibilidad ante cada contexto individual.

Discusión

El análisis realizado permite evidenciar una preocupante tendencia hacia la utilización excesiva de la tomografía axial computarizada de cráneo (TACC) en pacientes con traumatismo craneoencefálico (TCE) no severo, especialmente en contextos de urgencias hospitalarias. Como se determinó en un estudio, el 38% de los pacientes con TCE leve fue sometido a TACC, pero únicamente el 8.6% presentó alguna alteración en la imagen, lo cual pone en evidencia una relación desproporcionada entre la realización del estudio y la detección de hallazgos clínicamente relevantes. Este dato se vuelve aún más significativo cuando se considera que la mayoría de estos pacientes presentaban una puntuación de 15 en la Escala de Coma de Glasgow (ECG), lo que indica una función neurológica normal (5).

Este uso extendido, y en muchos casos innecesario, de la tomografía, no solo implica riesgos clínicos derivados de la exposición a radiación ionizante, sino también un aumento significativo en los costos para el sistema de salud y un uso ineficiente de los recursos tecnológicos disponibles. Tal como se ha analizado en secciones previas, este fenómeno se ha intensificado en las últimas décadas, en parte por la disponibilidad generalizada de tomógrafos, la ausencia de herramientas objetivas para evaluar el estado neurocognitivo de forma rápida y confiable (6), así como por la necesidad de dar una respuesta diagnóstica que brinde seguridad a los familiares de los pacientes, especialmente en el caso pediátrico (5).

En este contexto, se ha destacado que, si bien la tomografía es el estudio de elección para valorar lesiones intracraneales agudas en TCE, su aplicación debe seguir criterios clínicos estrictos, evitando el uso liberal en casos donde no hay evidencia de deterioro neurológico o mecanismos de trauma severo. Por ejemplo, la población pediátrica se encuentra en especial riesgo, ya que la exposición a radiación en edades tempranas puede aumentar significativamente la probabilidad de desarrollar neoplasias en el futuro. (1,10)

En contraste con esta práctica común, se han desarrollado alternativas diagnósticas y protocolos clínicos que permiten mejorar el abordaje del TCE sin recurrir automáticamente a estudios de imagen. Un ejemplo claro es el algoritmo PECARN, diseñado para estratificar el riesgo en pacientes pediátricos y así determinar de forma más precisa cuándo es necesaria la realización de TACC. Esta herramienta ha demostrado ser eficaz en la reducción de estudios innecesarios, al establecer tres niveles de riesgo (bajo, intermedio y alto) en función de variables clínicas específicas (10). Además, permite al personal médico adoptar una actitud más prudente y basada en evidencia al decidir si se debe observar al paciente, realizar imágenes o simplemente tranquilizar a la familia con una evaluación clínica cuidadosa.

Por otro lado, las técnicas de neuroimagen avanzada, como la resonancia magnética (RM) y modalidades funcionales como la tomografía por emisión de positrones (SPECT), han demostrado una mayor sensibilidad en la detección de lesiones sutiles, particularmente en casos de trauma leve con síntomas persistentes. Si bien su uso no está extendido como herramienta de primera línea, pueden ofrecer una valiosa opción diagnóstica complementaria en pacientes con quejas somáticas o cognitivas prolongadas, permitiendo estudiar de forma más profunda la funcionalidad cerebral afectada (15).

Finalmente, debe resaltarse la importancia de establecer protocolos institucionales que regulen el uso de TACC. Así que el establecimiento de nuevos protocolos ha permitido reducir considerablemente la exposición a radiación, eliminando estudios innecesarios como las radiografías de cráneo y limitando las tomografías únicamente a los casos estrictamente necesarios (13).

Conclusiones

En síntesis, se ha determinado en este estudio que la tomografía craneal en pacientes con traumatismo craneoencefálico leve a moderado ha revelado que, a pesar de la alta disponibilidad de esta herramienta diagnóstica su aplicación excesiva genera riesgos innecesarios tanto para el paciente como para el sistema de salud. Si bien la tomografía es indispensable para la evaluación de lesiones intracraneales agudas, especialmente en casos de TCE severo, su uso rutinario en casos de TCE leve no siempre está justificado. De hecho, los datos obtenidos demuestran que un porcentaje significativo de pacientes con TCE leve no presentan alteraciones importantes en los estudios de imagen, lo que subraya la necesidad de una evaluación clínica más detallada y de menor exposición a la radiación.

Además, se ha evidenciado que la sobreutilización de la TACC conlleva no solo riesgos relacionados con la radiación, especialmente en población pediátrica, sino también un aumento innecesario de los costos en los servicios de salud. En este sentido, se resalta la importancia de evitar la realización de estudios de imagen innecesarios, basándose en criterios clínicos más rigurosos, que puedan guiar la toma de decisiones en cuanto a la necesidad de realizar una tomografía. El algoritmo PECARN se presenta como una excelente herramienta para la estratificación del riesgo en niños, ayudando a identificar a aquellos pacientes que realmente requieren una TACC, y evitando la exposición innecesaria a radiación en aquellos con bajo riesgo.

Por otro lado, la incorporación de neuroimagen avanzada, como la resonancia magnética y la tomografía por emisión de positrones (SPECT), ha demostrado una mayor capacidad para detectar lesiones cerebrales sutiles, especialmente en pacientes con síntomas persistentes, ofreciendo una alternativa diagnóstica que podría complementar o incluso sustituir la TACC en ciertos casos. Sin embargo, la disponibilidad y el costo de estas tecnologías siguen siendo limitantes en muchos entornos clínicos.

Finalmente, los avances en los protocolos de radioprotección, como la implementación de nuevas guías en los hospitales, han permitido reducir de manera significativa la exposición innecesaria a la radiación, favoreciendo la realización de estudios solo cuando clínicamente se justifiquen. Es imperativo seguir promoviendo estos protocolos y fortalecer la educación continua del personal médico, con el fin de optimizar la atención al paciente y mejorar los resultados clínicos sin poner en riesgo su salud a largo plazo.

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Declaración de buenas prácticas:
Los autores de este manuscrito declaran que:
Todos ellos han participado en su elaboración y no tienen conflictos de intereses
La investigación se ha realizado siguiendo las Pautas éticas internacionales para la investigación relacionada con la salud con seres humanos elaboradas por el Consejo de Organizaciones Internacionales de las Ciencias Médicas (CIOMS) en colaboración con la Organización Mundial de la Salud (OMS).
El manuscrito es original y no contiene plagio.
El manuscrito no ha sido publicado en ningún medio y no está en proceso de revisión en otra revista.
Han obtenido los permisos necesarios para las imágenes y gráficos utilizados.
Han preservado las identidades de los pacientes.