económicos que limitan la capacidad de diagnóstico y reconocimiento en el sexo masculino. Es decir, dada la situación ideológica en México, es considerablemente más difícil para un hombre reconocer que sus conductas van orientadas hacia lo disfuncional, y aceptar ayuda profesional, contrario a lo que ocurre ideológicamente con la mujer, a quien la sociedad le permite expresar sus emociones y dificultades de manera más abierta.
Esto facilita que sea la paciente del sexo femenino quien acuda a una consulta médica o psicológica donde pueda ser detectado, diagnosticado y tratado un trastorno alimenticio, contrario a lo que ocurre con el hombre, a quien se le enseña a manejar con hermetismo sus emociones, sin que esto lo exente de padecer dichas patologías, y carecer de diagnóstico y tratamiento.
Uno de los conceptos de más controversia, en cuanto a esta problemática se refiere, es el de “dieta”. Nutricionalmente hablando, la dieta es la forma en la que se compone la alimentación de un individuo para satisfacer las necesidades energéticas y metabólicas que la función del organismo requiere. Sin embargo, el grueso de la población suele entender como dieta el régimen alimenticio restrictivo al que se somete una persona con la finalidad de reducir su peso corporal, lo cual, en muchas ocasiones, cuenta con escasa o nula planeación nutricional real, originando serias deficiencias en lo que se consume, y dando como consecuencia desbalance metabólico que daña la salud del sujeto en cuestión, logrando en muchas ocasiones la deseada pérdida ponderal, más a costa de poner en serio riesgo la vida. En años recientes, se ha presentado un importante incremento de casos de “adicción” a dichas pseudo-dietas, así como a los llamados atracones.
Estos casos encuentran su debut comúnmente en hombres y mujeres cuya edad oscila entre los 14 y los 18 años de acuerdo a los investigadores Build, Gracía, y Pons (2001), sin embargo la franja etaria de riesgo se extiende entre los 10 y los 24 años, abarcando tanto el comienzo, como el final de la adolescencia. Cabe resaltar que en algunas ocasiones, el trastorno puede perdurar sin ser diagnosticado hasta los 25 años de edad (Anorexia y Bulimia, 2009), cuando las repercusiones psicológicas y biológicas han hecho mella de manera impresionante, dificultando así la rehabilitación completa del sujeto. Es precisamente por esta razón, que resulta imperativo entender el origen de la adicción a las dietas, la cual puede representar el umbral a los trastornos alimenticios.
Debido a que el poseer un cuerpo delgado y esbelto está implícitamente asociado a la habilidad para triunfar, este mensaje se transmite de manera sutil y atractiva en los medios de comunicación, mediante la publicidad de incontable cantidad de productos orgánicos, dietéticos y alimentos “light”, e incluso motivando el consumo excesivo de agua embotellada como reflejo de esbeltez. Este es el mensaje que todo aquel que aspire a triunfar socialmente capta, que con la finalidad de conseguir su objetivo de lograr la figura establecida por los paradigmas y cánones de belleza, sacrifica de forma obsesiva su nutrición, desarrollando los trastornos que podrían costarle la vida.
Con referencia a la etiología de la anorexia nerviosa y la bulimia nerviosa no se cuenta en la actualidad con un criterio unificado para determinar la causa de dichos trastornos, sino que se conocen como enfermedades multifactoriales, ya que pueden verse influenciadas por diversos hechos personales, psicológicos, sociales, culturales, interpersonales y familiares. Si bien resulta cierto que existen factores predisponentes y desencadenantes, no se conoce con exactitud el origen real de estas patologías. Jones (2009) menciona la influencia de factores genéticos en el control de la ingesta de alimentos, regulados por el gen ob y la leptina, así como la influencia hormonal del hipotálamo, pero dichos elementos no resultan concluyentes tocante a la complejidad de la conducta alimentaria de los individuos.
Algunos autores consideran que las cifras estadísticas de prevalencia e incidencia de trastornos alimenticios son en su mayoría exactas, más resulta prudente reflexionar acerca de si se encuentran sub-diagnosticadas o sobre-diagnosticadas en cuanto al número de casos reales. En este contexto debe tomarse en cuenta la variabilidad en los nuevos sistemas de clasificación de las enfermedades mentales, en los cuales sólo aquello que se conoce se puede diagnosticar, y, por otro lado, el aumento en la sensibilidad por parte de los profesionales de la salud. Sin embargo, en la actualidad existe una mayor consciencia por parte de la sociedad con respecto a dichas entidades, así como mayor presión por parte de los familiares ante una enfermedad con una prevalencia de tales dimensiones, pudiéndose catalogar incluso como una epidemia.
Si se analizan los patrones de conducta característicos del paciente anoréxico, es posible encontrar acciones como el prohibirse de ciertos alimentos, comer en poca o nula cantidad, o realizar regímenes dietéticos restrictivos y severos. Es posible que el sujeto desarrolle rituales obsesivos referentes a la alimentación, como lo son el conteo minucioso de las calorías ingeridas, desmenuzar los alimentos en porciones muy pequeñas, elaborar alimentos copiosos y altamente calóricos para otras personas mientras que se niegan a comerlos ellos mismos, etcétera. Una característica común es el temor intenso a engordar, y el deseo de conservar el peso corporal por debajo de valores normales. Asimismo, el paciente anoréxico suele verse atormentado por el miedo a que las circunstancias lo hagan verse orillado a comer en ocasiones de convivencia social y familiar, como lo son celebraciones de cumpleaños, fiestas, y reuniones de trabajo. Es frecuente que se presente una afición marcada por la actividad física y el ejercicio, como un medio para consumir las calorías que la persona considera que están de más en su cuerpo, y obtener tranquilidad al pensar que ha logrado deshacerse de ellas. Pueden recurrir a ropa muy holgada, con la cual eviten